Continua nuestro viaje a Colombia
Colombia seduce por su colorido, por su belleza incontestable, por un Caribe salvaje, por el calor de su gente y porque siempre, siempre sorprende.
Volcán Totumo, tan sucio como divertido
Buscábamos un volcán único en el mundo, que te permite bañarte en el lodo que emana de su cráter. Un líquido viscoso y marrón en el que no te puedes hundir, un barro suave y terapéutico que emana del corazón de la tierra. Un spa natural con un verdadero jacuzzi de burbujas enormes que prometían dejar la piel nueva. Estaba a poco más de una hora desde Cartagena de Indias.
Una montaña de unos veinte metros con una rústica escalera de madera se levantaba al lado de un enorme pantano.
Las familias de la zona administraban el lugar. Preparaban comida típica y nos ofrecieron arroz con coco, sandía y pescado frito.
Organizaban la entrada a la pileta, untaban a los turistas con el cieno y un grupo de mujeres esperaban en la orilla del lago para ayudarnos a desprendernos de un fango que se agarraba a la piel, y a la ropa.
Nos avisaron que todo lo que lleváramos con nosotros a la piscina del Totumo sería destruido. Así que un bañador viejo y la GoPro atada a la muñeca fue todo lo que necesitamos para disfrutar:
Santa Marta
Cogimos un shuttle y seguimos recortando la costa norte de Colombia hasta llegar a Santa Marta, la ciudad más antigua de Colombia. Tiene más de cien playas, la única sierra nevada del mundo cuyas faldas baña el océano y es el lugar donde murió el Libertador Simón Bolívar.
El furgón nos dejó en una plaza céntrica, a dos calles de la playa principal, plagada de bañistas, barcos en el puerto deportivo y mercaderes de todo tipo salpicando el paseo marítimo.
Antes de la llegada de los conquistadores españoles, este territorio era dominado por la tribu Tayrona, y hay varias estatuas conmemorativas en la costa.
Se respiraba destino de descanso y recreo. Varias embarcaciones de todos los tamaños se mecían con el movimiento manso de las olas, playas llenas de vida y un casco antiguo cargado de contrastes y edificios altos en las afueras de la ciudad completaban la fotografía.
Santa Marta tiene encanto, pero no habíamos llegado allí para disfrutar como un turista más de un entorno placentero con hotel caro y pulsera, nuestro destino final era el famoso Parque Nacional de Tayrona.
Para pasar la noche en la ciudad escogimos un hostal céntrico, La Brisa Loca, para bagpackers aventureros y con buenas referencias en TripAdvisor. Un guardia armado protegía la puerta, y he de reconocer que en toda Colombia siempre percibí la absoluta sensación de seguridad.
El hostal estaba completamente mimetizado con la zona, una piscina interior presidía el centro del patio y un concurrido bar nos esperaba con un partido de la selección colombiana de fondo, donde nos llevamos un tentempié a la boca.
Queríamos recuperar energía y fuimos pronto a la cama, teníamos mucho sueño acumulado. Sin embargo a los pocos minutos comenzó a sonar la música, en la azotea del edificio se encontraba una de las discotecas con más ambiente de la ciudad y era sábado. No tuvimos más remedio que subir y mezclarnos con la noche colombiana.
Parque Nacional Natural Tayrona
Nos costó levantarnos, pero a pesar de no haber descansado como esperábamos nos pusimos rápido en pie e hicimos las mochilas. Teníamos que coger un par de autobuses de línea antes de llegar al Parque Tayrona. Atravesamos el centro antiguo de Santa Marta y pasamos por un mercado local donde éramos los únicos extranjeros.
Entre los tenderetes se ofrecía comida de todo tipo, ropa barata, calzado, enseres de cocina… pero lo que más me llamó la atención y me revolvió el estómago fue una mesa de acero inoxidable donde vendían lo que creo que eran ojos de vaca. No sé si para santería o para cocinar.
Tras una caminata a través del mercadillo, plagado de olores fuertes y sensaciones que nos quitaron el apetito, llegamos a la parada y nos metimos en un autobús abarrotado de locales y algunos extranjeros. Poco más de 30 kilómetros y casi una hora con la mochila sobre las rodillas y el sol de la mañana pegando fuerte a través de una ventanilla sin cortinas.
Por fin nos encontramos en la entrada del parque nacional y un enorme mapa dibujado sobre tablas de madera nos recordaba que había que estar vacunado contra la fiebre amarilla. Además, nos puso en alerta, desapareció una chica pocos días antes dentro del parque. Había tribus autóctonas y delimitaciones en el camino que era mejor respetar.
El precio fue de 40 $. El dinero servía para la conservación de la zona y los pueblos indígenas que vivían dentro de sus fronteras.
Decenas de militares custodiaban la zona, nos cachearon y miraron a fondo el interior de nuestras mochilas. Pusieron ciertas reticencias con el drone, y me advirtieron que sólo podía utilizarlo en las playas. Está prohibido entrar con bolsas de plástico, con instrumentos musicales, ni con mascotas.
Comenzamos una larga caminata y enseguida comenzamos a sufrir el calor de la jungla colombiana. Nos esperaban muchos kilómetros hasta encontrar la zona donde se permitía la acampada y en nuestro trayecto nos esperaban muchas sorpresas, ¿ves al lagarto de los mil colores?
El camino puede hacerse a lomos de un caballo, pero te perderás muchos detalles si no pisas con tus suelas cada tramo del recorrido.
Burros, monos de todo tipo, vehículos antiguos de guerra abandonados, culebras que es mejor esquivar y loros amigables se cruzaron a nuestro paso.
Jaguares, pumas y leopardos se ocultan bajo el espesor de la jungla y es muy difícil verlos. Nosotros no nos topamos con ninguno.
Tras varias horas de marcha encontramos la costa. Se había nublado un poco y lo agradecimos, el calor comenzaba a ser el mayor enemigo de la ruta.
Había playas salvajes donde el agua perdía el color caribeño, no estaba permitido bañarse y el oleaje era peligroso, pero era donde realmente se apreciaba la naturaleza indómita del territorio que una vez fue dominado por la tribu Tayrona.
Varias cabañas con vistas al mar, palmeras y montes completamente verdes salpicaban el litoral cuando nos acercábamos a mar abierto.
Tras cinco horas caminando sin descanso, una aventura dura pero no extrema, alcanzamos la postal más famosa de la zona, donde el cabo une dos playas en un saliente presidido por un mirador. En lo alto, una choza cargada de hamacas al aire libre esperaba a los más aventurados para pasar la noche.
Había un chamizo contiguo a la orilla, con un generador que mantiene fríos algunos refrescos y víveres para sobreponerse. ¿Apetece un heladito?
Comenzó a caer el sol y un atardecer dorado inundó Tayrona.
Cenamos algo de arroz y pollo, un clásico en el Caribe, y compartimos experiencias, chistes y discusiones de fútbol con viajeros de todo el mundo a la oscuridad de una noche cerrada.
Una vez escuché que viajar es lo único que cuesta dinero y te hace más rico.
Gracias Colombia, un trozo mágico de Sudamérica que siempre llevaré conmigo. Y gracias a mi amigo Jorge, por completar otra aventura durmiendo poco, comiendo a deshoras, descansando menos y siempre conservando el buen humor.
Hasta la próxima Aventuheros!
Aventuhero te has convertido en referencia para viajar. No es fácil encontrar un blog que describa los lugares «como si estuvieras allí» ¡Gracias! Colombia no estaba entre mis posibles destinos, pero ¡lo apunto!.
Me alegra que te guste! Es mucho trabajo, pero tiene su recompensa 🙂
Recuerda que viajar es lo único en lo que te gastas dinero y vuelves más rico!
¡Fantástico relato!
Yo también he viajado recientemente por la zona y me parece muy acertado todo lo que has escrito. A mi el parque del Tayrona fue de lo que más me gustó de toda Colombia. Una pena no haber podido estar más días por allí recorriendo la zona, especialmente la caminata hacia la Ciudad Perdida que tiene que ser increíble.
¡Un saludo!