De nuevo el reflejo de ladrillo sobre el mar, el ruido de motores en la bahía y el bullicio de la incansable urbe. Volvimos a la capital.

Teníamos una cita pendiente, el lugar más estratégico de Panamá:
Canal de Miraflores
Un par de autobuses y nos plantamos en el Canal de Panamá. En pocas horas pasamos de las vírgenes islas de San Blas a una construcción magnánima que ha cortado por la mitad a todo un continente para unir Caribe y Pacífico. Es una de las mayores obras de ingeniería del ser humano que tiene más de 100 años de antigüedad. Lagos artificiales, enormes exclusas y puertas de acero que juntan dos mares.

Bajo un intenso calor, subimos a la terraza que daba acceso al canal y nos encontramos con un pasadizo que condicionaba el tamaño de barcos de medio mundo para aprovechar al máximo su capacidad. Vehículos especiales que avanzaban sobre raíles impulsaban con cables de acero a las naves, y pequeñas lanchas seguían de cerca cada maniobra.

Nos explicaron que hay un desnivel de 20 centímetros entre ambos océanos y varias fases para igualar el paso con el lago Gatún. El precio por atravesar el istmo de América Central depende del tamaño y del tipo de barco, 80.000 $ por un portacontenedores como este:
Teníamos dos opciones: ir en un cómodo avión y plantarnos allí en un hora o coger un coche y recorrer un largo camino a través de medio país y más de 600 kilómetros por carreteras sin iluminar, montañas donde se escondía el sol y caminos serpenteantes entre la selva más profunda. Obviamente escogimos la segunda.
Atravesando Panamá en coche
Compramos dos discos con los hits autóctonos y nos pusimos en marcha al ritmo de Bubosky (el Pit Bull panameño).

La ciudad nos despidió con un generoso atasco (‘tranque’ para los locales) de más de dos horas hasta que conseguimos dejar atrás los rascacielos. Panamá es tierra de contrastes; del bálsamo del Caribe a 35º bajo un abrasante sol a salvajes montañas a 15º de temperatura y humedad extrema.


Hicimos una parada en lo alto de la cordillera que cruzaba el mapa. La gente del interior no estaba acostumbrada a visitas de forasteros y nos veía como extraños pero sonreían a nuestro paso y nos saludaban deseándonos suerte.


Finalmente, tras más de nueve horas de carretera dejamos atrás las provincias de Panamá, Cocle, Veraguas y Chiriqui hasta llegar a Almirante.
Estaba atardeciendo, dejamos el coche en un barrizal y nos subimos al último ferri que nos llevó directos a la Isla Colón, el epicentro del archipiélago.
Bocas de Toro

Media hora atravesando un mar en calma hasta que avistamos un pequeño puerto con casas de colores que nos daban la bienvenida.

Al salir del embarcadero varios lugareños nos intentaban convencer de que sus hostales eran los más cómodos, sus excursiones las más completas y sus cervezas las más frías.
No dedicamos mucho tiempo a elegir y fuimos a un albergue cercano de bagpackers, el Hotel Olas. Lo mejor que tenía era una terraza que daba al malecón con vistas directas al vaivén de pequeños botes pesqueros y a una luna cuyo reflejo se despedazaba en un manso oleaje.
Entramos en una habitación angosta con tres camas pequeñas y un ventilador que no funcionaba. En la pared, una ventana que daba al patio de una casa donde jugaban alegremente tres niños. Unas vistas a las personas que no se exponían en el escaparate para los turistas, panameños felices ajenos al ritmo de la competencia por atraer turistas a sus negocios. Una vieja escoba, el tronco de una muñeca Barbie y una ganzúa bastaban para dibujar sonrisas enormes que empequeñecían el resto del mundo.

Era fácil encontrar bares al aire libre con miradas procedentes de centenares de países. Historias de paso, de búsquedas de identidad y de nuevas oportunidades que brindaban con botellines y chupitos de tequila bajo las estrellas del Caribe como testigo.
Dormimos poco, pero la impaciencia por explorar un nuevo paraíso nos arrancó de nuestras ásperas sábanas.
Una manera inmejorable de despertar: saborear un reconfortante desayuno de chocolate caliente, plátano y tortitas con vistas al mar.

Nos vino a buscar el capitán de nuestra embarcación a la parte de atrás del embarcadero. Era un hombre moreno, con raíces panameñas, algo grueso y con una mirada que proyectaba nobleza. Le podría echar entre 30 y 45 años, de gesto bonachón y pocas palabras. Vestía una gorra azul y una sudadera blanca de su modesta pero fructífera agencia de excursiones. Un pequeño gran emprendedor que nos prometió desnudar para nosotros los secretos mejor escondidos de las islas donde se crió.

Avistamiento de delfines
Con los brochazos del alba varias aletas jugueteaban en los alrededores de la Isla Cristóbal en la conocida como Bahía de los Delfines. Una población de la raza botella que era propia de ese lugar llevaba muchos años dando la bienvenida a las primeras horas de luz demostrando la potencia de su espiráculo ante los botes que se acercaban.

Los animales son salvajes y no es el tipo de lugar donde puedes bañarte con ellos dentro de una jaula, es más gratificante disfrutar de su libertad.
Cayo Zapatilla
Hay una isla tan remota, salvaje y virgen que fue el escenario del primer formato de Supervivientes en España, en el año 2.000. Una isla como las de San Blas, pero ‘a lo bestia’. Una jungla en todo su esplendor en el interior y una playa absolutamente perfecta rodeándola.


Intentamos adentrarnos en el interior y una legión de mosquitos tropicales con aguijones que parecían lanzas nos atacaron por los cuatro costados, así que dimos media vuelta a disfrutar de una costa que nos guardaba varias sorpresas:

El nombre del islote se debía a su forma de zapatilla, así que lo quisimos comprobar desde el cielo…

Bajo nuestros pies, un manto de coral, estrellas de mar de todos los colores y varias mantarrayas ondeaban al compás de las tímidas olas.
Perezosos
Aún había una parada pendiente, queríamos conocer unos animales famosos por sus movimientos lentos y su noble sonrisa perenne, capaz de reblandecer el corazón de cualquiera.
Entre la Isla Solarte y la Isla Bastimentos había una zona de manglares retorcidos que ascendían a más de cinco metros donde ellos se ocultaban.
Al principio fue difícil encontrarlos, pero nuestro patrón era experto en dar con ellos. Tenían el tamaño de un mono, con un largo cuello y una mirada tierna, apacibles y tranquilos. Se movían a cámara lenta y eran grandes trepadores gracias a sus enormes uñas que utilizaban como ganchos para soportar su peso durante horas en la misma posición.

Si quieres playazas que te dejen boquiabierto, desayunar mirando los saltos de los delfines, enamorarte de una familia de perezosos o refrescarte con una cerveza Balboa mezclándote en un lugar donde convergen infinidad de nacionalidades, Bocas de Toro es tu sitio.
Una vez más, si este viaje fue tan especial es por los amigos con los que lo compartí. Luis, alma gemela que sigue prosperando allí y echo de menos cada día. Y Jorge, un amigo que es sencillamente como un hermano.
Repetiremos aventuras muy pronto.
Y yo que creía que Bocas del Toro era solo fiesta turista… me gustan mucho tus mapas!
Que pasada! No me imaginaba asi Panamá, lo añado a mi lista para viajar!
Muy buen post, gracias por compartirlo
saludos
Nicolás